Mientras el sol radiante obligaba la retirada de la escarcha mañanera, me preparaba para el gran día. Mi gran día. No estaba nerviosa, no, pero si algo ansiosa. Quería largar y poner mis extremidades en movimiento de una buena vez.
Para llegar a la Meta, hay que dar el Primer Paso
Delante de mí, un aluvión de camisetas idénticas y números irreconocibles. Detrás de mí, más de lo mismo. Por fin se dio el momento tan esperado y largamos con puntualidad.
A los cinco kilómetros cruzamos el primer arroyito. Eso representaría solo el preludio de la complejidad del terreno. Bajadas pronunciadas, hermosos puntos panorámicos, bosques, hielo, barro, nieve y más barro. Subidas cortas, largas, empinadas y aparentemente imposibles. Pero nada de eso importó. Nada me detuvo en ese momento de altísimas pulsaciones y variados pensamientos.
Admito que durante algunos minutos me dije “esto definitivamente no es para mí”, pero mis piernas seguían avanzando. Tal vez por inercia, tal vez por orgullo. O quizás, porque tal como lo comprendía mi mente, asumieron el hecho de que finalmente había abandonado el rol de mera espectadora, para zambullirme en la experiencia viva y directa de una prueba personal, rodeada de otros cientos de competidores, que a medida que avanzaban, mascullaban felices entre paso y paso, el cansancio y el goce que los invadía en iguales proporciones. Esta contradicción, según me confirmaron muchos, la sienten tanto los primeros, como los últimos en llegar.
Pero por fin estaba probando lo que pasa del otro lado, sintiendo lo que supuse tantas veces y viendo todo lo que en muchas ocasiones había imaginado. La importancia de esta experiencia radica en el hecho de animarse, de experimentar y de llevar a cabo algo distinto; y sumamente simbólico; por cierto.
Cada uno tendrá sus desafíos, sus límites, sus pruebas y acciones pendientes, pero ¿qué mejor que dedicarle un día a la plenitud del esfuerzo físico con las montañas, los lagos, los bosques de testigos?